Desde 1983, la Argentina transita el período más prolongado de vigencia constitucional en toda su historia. Este hecho, que suele ocupar un lugar marginal en el debate público, representa, sin embargo, una de las transformaciones más profundas del país desde su organización nacional. En más de cuatro décadas, no ha habido proscripciones, fraudes electorales ni interrupciones del orden institucional. Ningún militar ha tomado el poder. Ningún dirigente ha debido exiliarse por razones ideológicas. Ninguna elección fue interrumpida o adulterada. Esa regularidad, sin duda imperfecta, constituye una anomalía positiva en el marco de una historia política marcada por la inestabilidad y la violencia.