A los 76 años, edad que el paradigma contemporáneo asocia con el repliegue y la irrelevancia, Jorge Mario Bergoglio asumió el liderazgo de una de las instituciones más antiguas y complejas del mundo. Lo hizo sin ser favorito, sin representar a los sectores dominantes del clero y sin encarnar –aparentemente– los atributos que la sociedad global exige a sus líderes: juventud, audacia performativa, dominio mediático y vínculos acríticos con el sistema de poder mundial. Su edad, considerada un déficit, se transmutó en su mayor fortaleza.