En Argentina estamos asistiendo —quizá sin tener aún plena conciencia de ello— a un fenómeno que excede por completo la discusión económica, aunque esta se mantenga como telón de fondo constante. Lo que estamos viviendo no es solo un cambio de administración ni una mera transformación en el repertorio de ideas del poder. Se trata de algo más profundo, más estructural: la emergencia y la naturalización de una cultura de la violencia que, desde lo más alto del poder, va tiñendo de legitimidad formas de agresión, exclusión y hostilidad hacia el otro, hacia la diferencia, hacia toda forma de disidencia. No se trata de hechos aislados, sino de un patrón cultural que el mileísmo articula con eficacia y que expresa una sensibilidad social que lo precede, pero que él ordena y radicaliza.