Durante la dictadura militar, el terror operó desde la clandestinidad. El Estado, convertido en una maquinaria represiva, hizo de su presencia un hecho omnipresente, pero administró la violencia con una opacidad calculada. Desapariciones, torturas y vuelos de la muerte fueron sus herramientas, pero nunca un espectáculo público, como el ahorcamiento en una plaza o el guillotinamiento frente a una multitud, prácticas comunes en distintas culturas hasta bien entrado el siglo XX. La violencia extrema se intuía por sus efectos, no por su representación directa. Su lógica era el miedo; su instrumento, la incertidumbre.